(13)
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el
diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los
dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces
repetiría, con esas y con otras palabras: Ha
ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el
pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
(14) La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
(1)
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos
Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el
Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera
vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o
diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier
había ingerido por error una fuerte dosis de “Veronal” y había fallecido el
tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre
firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que
se dirigía a la hija del muerto.
(3)
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día, el suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre,
recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de
una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos en el
suelto sobre "el desfalco del cajero", recordó (pero eso jamás lo
olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era
Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora
uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había
revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Eisa Urstein. Quizá rehuía la profana
incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el
ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho
ínfimo un sentimiento de poder.
(9)
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado
arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y
en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con
decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -Juna Gauss, que le
trajo una buena dote-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo
bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy
religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar
bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de
quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el
informe confidencial de la obrera Zunz.
(2)
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y
en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego,
quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad
era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el
mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los
hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez ya era la que
sería. .
(4)
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el
trabajo, fue con Eisa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se
inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que
festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Eisa y con la
menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde.
Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría
diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi
patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió
temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes
quince, la víspera.
(6)
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que
parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una
acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve
caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por
Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en
el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y
desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al
principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres
bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del
Nordstjiirnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó
por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no
fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán
y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una
vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un
pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del
tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del
porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
5)
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el
singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que
imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó
en La Prensa que el Nordstjiirnan, de Malmo, zarparía esa noche del dique 3;
llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo
supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al
oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro
hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Eisa
y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de
almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que
la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin
duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó
y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills,
donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía
haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
(8)
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz
estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como
antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan;
Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El
temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza
la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el
cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo
salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al
oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le
vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles,
que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes
y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las
bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la
obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo
y el fin.
(7)
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a
su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil
asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés,
no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él,
pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
(11)
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando
al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema
que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por
temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser
castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de
Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
(12)
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa
minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó las obligaciones de la lealtad,
pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera
el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste,
incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya
había sacado del cajón pesado el revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca
de la cara le injurió en español y en ídish. Las malas palabras no cejaban;
Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la
barba y la ropa. Emma inició la acusación que tenía preparada ("He vengado
a mi padre y no me podrán castigar..."), pero no la acabó, porque el señor
Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
(10)
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio
sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios
de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.